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4 diciembre 2016 7 04 /12 /diciembre /2016 03:46

A RESPETAR EL INGLÉS…

Hacía yo mi práctica estudiantil en una empresa de mi ciudad, allá por el verano de 1961. Una temporada estival para mí algo decaída y tal vez un poco aburrida. La circunstancia de tener que trabajar en una jornada larga y quizás el hecho de que ya casi veinteañeros no podíamos seguir disfrutando del jolgorio de los veranos anteriores -al menos con la misma desaprensión que era propia de ese ciclo adolescente próximo a terminar- nos hizo guardar la imagen y perspectiva del cierre de algo que ya no volvería a ser igual en nuestras vidas. Particularmente los veranos no serían en adelante la plena representación del ocio infantil y la diversión que hasta entonces les caracterizaban. El tomar conciencia de ese cambio no dejaba de causarme personal desazón al tener que poner los pies sobre la tierra, consciente de que se venían por delante esforzados tiempos de trabajo y sus consecuentes responsabilidades de todo tipo, lo que me provocaba una suerte de rebeldía interior que disimulaba solo porque, como contrapartida, empezaría ya a disfrutar de unas primeras recompensas económicas.

Un encuentro inesperado daría vuelco sin embargo a esa visión un tanto pesimista de lo que se venía por delante: la reaparición a fines del verano en la ciudad balneario, de una joven santiaguina a la que había conocido 4 años antes. Y con la que había perdido ya algo de contacto después de nutridos intercambios epistolares, en los que reconocíamos abiertamente nuestro interés del uno por el otro. Limitados, claro, por nuestras edades (ella 12 y yo 15) a un futuro de proyección algo lejana. Y por tanto expuestos a muchos eventos de alta incertidumbre que intuitivamente nos anticipábamos a reconocer desde temprano. Ni siquiera un pololeo, pero explícitamente mucho más que eso, según mutua y abiertamente nos manifestábamos a la letra en esa correspondencia juvenil, inocente, algo ingenua, pero con toda la fuerza de la atracción romántica propia del púber entusiasmo que emergía en nuestras vidas.

Esa correspondencia se había reducido notablemente en los 2 últimos años: amores de estudiante, flores de un día son, rezaban los simplistas versos del zorzal criollo en una de sus interpretaciones más populares. Era dable esperar que así fuese en este caso. La lejanía, la provinciana condición del pretendiente, los estudios, el intercambio social en medios geográficamente distintos y –sobre todo- el indudable atractivo de la joven que  le hacía tener cortejantes capitalinos por doquier, hicieron que esas promesas se fueran esfumando de a poco, como era de suponer que ocurriría.

Esa sorpresiva reaparición, empero, abrió en mi interior una lucecilla de esperanza por resucitar una linda ilusión que percibía ya difuminada.  Le acompañaba en esta ocasión una compañera de estudios de su colegio inglés santiaguino y ambas estaban alojando en la casa de un tío de esta última, una antigua casona en Agua Santa. Haciendo gala de un espíritu emprendedor a toda prueba, organicé rápidamente dos sesiones con invitación a bailar en parejas en los lugares más atractivos del momento, para lo cual recluté para cada una, a sendos compañeros de estudios siempre ávidos por panoramas de esta índole. Reservándome, claro está, mi privilegio de una tácita dupla, sin changing partners, con la que era para mí, obviamente,  el objetivo principal de este plan.

Se trató, debo reconocerlo, de unas jornadas inolvidables. Mi actitud fue drástica en cuanto a no tocar para nada el tema de esa suerte de compromiso que habíamos expresado con todas sus letras en los primeros años. Simplemente, ahora una pareja de amigos que se habían reencontrado para socializar un rato, con vidas que empezaban a correr por carriles distintos y cuyo distanciamiento sin duda se acrecentaría en el futuro.

Sin que esto resultara de una estrategia preconcebida de mi parte, la citada actitud tuvo buenos resultados. Reconocida y complacida por el hecho de que no sería entonces la mía la aproximación de un pegote plañidero y cobrador de sentimientos añejos, insistente y nostálgico de los primeros encuentros ya lejanos, me prodigó con sobrias muestras de simpatía, buena comunicación, calidez, humor y un indisimulado dejo de admiración por lo avanzado de mis estudios universitarios ya en la medianía de su desarrollo. Un tibio re acercamiento emanó de manera natural y se manifestó tácita pero sutilmente en los últimos bailes que nos reservábamos.

Inhibido yo sin embargo por los resabios de esa timidez adolescente, procuraba por mi parte despersonalizar los diálogos, objetivar y apartar del plano de lo personal la conversación  y evitar cualquier sesgo de piropeo donjuanesco que pudiese revelar la intención de retomar lo que ya entendíamos como terminado, según lo percibía por la forma en que, a pesar del estrechamiento final, se debería dar en ese reencuentro.

Como sucede en esos flirteos de verano, llegaba la hora indeseada de su vuelta a la capital, su partida. El escenario para una última cita, esta vez yo en solitario con las dos amigas inseparables por imperio de las circunstancias, no pudo ser menos glamoroso y sofisticado. Lisa y llanamente, un domingo por la mañana poco antes de la hora del almuerzo, en la micro que iba desde el centro de la ciudad hacia su empinado vecindario. La gentileza de acompañarles sería la última prueba de mi galantería. Tras acomodarnos en el bus, seguimos con animadas conversaciones, que culminaron acerca de las exhibiciones cinematográficas del momento. Más o menos erudito en el tema, como me sentía, llevé la cosa por el lado musical, haciendo referencia a las canciones de Can Can, film en boga con un reputado elenco cuyos estelares interpretaban canciones de Cole Porter, de mucha popularidad.

Olvidándome de que estaba frente a un par de muchachas del Villa María y por tanto con un inglés harto mejor que el mío, me las quise dar de tenor para impresionar a quien correspondía, con mis dotes de émulo de Sinatra. En medio de un intento por sorprender a quien yo quería, con mi cultura de la música popular de moda, me aventuré con lo que entendía como la letra de You do something to me, uno de los estándares del film. Esbocé entonces un enredoso estribillo de uno de sus versos con unos balbuceos inentendibles que –nada menos que sentado en la micro camino a los altos de Agua Santa- se hicieron oír con algo así como…bubu ya yubu ya bubo so guel… y no quiero recordar nada más.

Fueron unos segundos fatales. Los tengo grabados como si fuese hoy: una socarrona mirada entre ambas, una sonrisa algo fingida y una presurosa aunque amable corrección a mi espantoso spanglish: Do do that voodoo that you do so well -me enseñaron y aprendí para siempre- que era lo que correspondía. Nunca lo olvidé y cada vez que escucho esa melodía no puedo dejar de recordar y visualizar al par de muchachas sorprendidas por mi poblacional versión de los versos de Porter. Mata pasiones, qué duda cabe, al menos en un caso como este.

 

Las desilusiones amorosas juveniles siempre tienen su razón de ser en cuestiones más profundas, que de seguro van mucho más allá de este detalle menor de una ordinaria ignorancia idiomática como esta. Pero en mi caso, estoy casi seguro que todos los puntos ganados en esa recordada semana con mis estrategias de conquistador, se fueron estrepitosamente al suelo.

Otro pudo ser, quizás, el destino sentimental de esta pareja de raigambre casi infantil, si el idioma de Shakespeare hubiese sido respetado como correspondía en el momento apropiado.

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